Uno durante el invierno deja descansar ciertos órganos para no desperdiciar energía necesaria para mantener el cuerpo a 37 grados.
A los primeros calorcitos –lo más traicioneros- esos órganos se despiertan con furia, proveyéndonos de situaciones desagradables, cómicas o hasta tristes.
El primer sentido que alerta del cambio es el olfato. Empezamos a oler el champú en las cabezas recién lavadas –claro, ahora se puede salir con el pelo mojado sin riesgo de muerte por gripe-, el exceso de desodorante –no saqué la ropa de verano y estoy chivando como un beduino con la tricota- y el infaltable olor a pedo en el colectivo –todavía no da para andar con todas las ventanillas abiertas “porque fresquete todavía hace”-.
El segundo sentido que perturba es la vista. Nos vemos gordos, fofos y demasiado blancos, vemos de nuevo al sexo opuesto –pedazos de piel de los brazos, las manos, alguna pierna, cuellos-, vemos que el pasto en el jardín está demasiado alto y abandonado, vemos que NO VEMOS NADA con el parabrisas del auto medio sucio a la tardecita –antes era de noche cuando encarábamos para casa o a buscar la prole a la escuela-.
El tercer sentido es el oído. Oímos a los vecinos fornicar ruidosamente –estos soretes viciosos ahora dejan la ventana abierta ¡qué da al pozo de aire del edificio!-, oímos el reaggeton del taxi vacío que para al lado nuestro en el semáforo, oímos “de patio a patio” como Hebe lo tiene cagando a Norberto –chusmerío que ameniza la cortada de la selva amazónica en que vimos que se convirtió el jardín-.
El despertar del tacto me da un poco de asco hasta de pensarlo, lo vamos a evitar. El gusto no sufre modificaciones porque, gracias a la investigación científica, los duraznos, la sandía, las naranjas, la papa y la batata, las peras, los kinotos, los morrones, las berenjenas, el apio y las manzanas tienen todos el mismo gusto –gusto a nada-.
Así como hay sentidos que se recuperan, hay otros que se duermen como el sentido común.
En alguna parte de nuestro enorme y desaprovechado seso, tenemos un pequeño sesito de ave que hace que sintamos la misma desesperación avícola por procrear en ésta época del año. Como el resto de nuestro seso humano manda –muchas veces- dejamos a los pajaritos lo de la reproducción, pero igual queremos copular como gorriones. Bien por los que tienen pareja, que les aproveche…pero hay una enorme cantidad de boyas que abandonan todo tipo de amor propio –o ajeno- o pudor y se lanzan aleteando a conseguir un polvo.
(Tengo un problema con los finales, así que este post termina acá, como un hachazo. ¿Qué otras cosas estúpidas acarrean los primeros calores? Colaboren, che.)