Sin guerra ni paz

Dentro del cerebro la locura. La pelea entre lo que está bien y lo que está mal. Lo que es bueno para uno y lo que es malo. Lo que es bueno pero está mal, lo que es malo pero está bien.

Lo que deseamos, lo que queremos y lo que nos molesta. Lo que deseamos pero nos hace daño, lo que queremos pero no es bueno, lo que amamos de lo que nos molesta.

Y en esa batalla nos damos cuenta de que hay algo/alguien que representa -en teoría- todo lo que no nos gusta, pero lo queremos tener. Tenemos esa inquietud y esa desesperación por intentar, como esos tres tragos de más que sabemos que van a hacer insoportable la resaca del día siguiente.

Pero ahí está el cerebro frenándonos. Dándonos razones de por qué nos gusta, excusas para no hacerlo. Y lo expresamos. Lo ponemos afuera como terapia. Lo escribimos, lo puteamos, lo contamos a los amigos, lo explicamos a desconocidos.

Pero la guerra sigue en las barricadas escondidas de la selva de nuestra cabeza. En esos instantes antes de quedarnos dormidos, en los semáforos en rojo, en la mitad de una canción, en un párrafo en una nota de un diario del jueves, estalla una granada y vuelve la inquietud, el deseo y las excusas. En ese orden o en el inverso.

Nunca pude con eso. Siempre pierdo las guerras conmigo misma. Siempre -pero siempre- me quedo con la duda.