Éramos todos iguales. Íbamos por el caminito en fila, todos con un tiempo, con un ritmo. A veces más rápido, cuando se sentía la tormenta.
Éramos todos iguales, y sólo nosotros nos conocíamos las diferencias.
Salíamos a nuestras tareas, cortábamos las hojitas, cargábamos, por el camino más corto en taxi o remise. (Si pisaban a alguno, a dejar la hoja, recoger el cadáver y cargarlo para que no quede rastro).
Y volvíamos -al final del día o de la noche-, con las tareas realizadas de nuevo al hormiguero. Otra vez bajo tierra.