Las luces del salón se movían esquizofrénicas. El piso brillaba como el cristal. Todos estaban ahí. Los mozos pasaban con las bandejas llenas de copas de colores. El sushi era preparado en una mesa a la derecha y a la izquierda del salón los quesos se enfilan con la elegancia del Bolshoi (¿Se dieron cuenta de que en las fiestas NO HAY OLOR A COMIDA? Pueden estar fritando un perro muerto que no van a sentir nada. Yo, en mi casa, hiervo un huevo y hay olor a huevo duro por seis meses) El humo de los cigarrillos y, obvio!, los cigarros apenas formaba nubecitas en la parte alta, cerca del techo. Era un ambiente agradable y distendido, ideal para el after office de un día agitadísimo. Como a la pasada, agarro una copa con líquido amarillo de una bandeja de un mozo de traje de pantalones de seda de china y me paro como un granadero al lado de la mesa de quesos (No es que le sushi no me guste, pero lo quesos tenían esas prácticas espaditas para cazarlos y el sushi, con la mano, me lo iba a tirar encima como es mi costumbre).
A lo lejos, veo un conocido con más cara de aburrido que Yoko Ono. Ya con algún quesito en mi estómago, empiezo a recorrer la fiesta con la vista, prestando atención a las caras. Parecía la sala de espera de la Terapia Intensiva de un hospital público un sábado a la mañana. Una mezcla de arruine por no haber dormido, sustancias, el premio que no se ganaron, los zapatos que aprietan, la inversión que bajó, los Cohiba que no se consiguen, las polillas que me agarraron el Armani, el perfume que tiene alguien que me da dolor de cabeza, la humedad, el sushi, los canales codificados, el caller ID, los ingenieros de sistemas, los Brand Manager, los repuestos del auto que tiene que llegar de Alemania esta semana, el….
Y, entonces, me dí cuenta de los terribles quilombos que tienen los publicitarios. No todo es un jardín de rosas, así, como las modelos….
Y, además, yo estaba ahí.
A lo lejos, más lejos, más allá de Yoko Ono veo la puerta del baño. Era lo único que podía salvarme de ese momento. Entro y había aún menos luz que afuera. Salí, ya que no podía ni verme la cara en el espejo, decidí pintarme la boca en el reflejo de una bandeja de algún mozo de pantalones de seda. El aire comenzaba a ponerse denso. El humo bajaba como una epidemia sobre las cabezas. Los mozos pasaban con las bandejas con copas vacías. La gorda de siempre que pegaba carcajadas abrazada de algún creativo joven. El olor a porro. Los creativos junior abrazados a la parra. El calor y las camperas de cuero que empezaban a sobrar pero no había donde dejarlas. El piso todo pegoteado de sushi-pucho-queso-vino-gaseosa-chicle de menta. – Permiso….- La gente que, de pronto, era demasiada. La gente que no quería saludar. La gente que, ni siquiera, quería ver. Mi ex. Mis ex. El que me gustaba. Los que me gustan. El tipo, la esposa y el gato. Los gatos. Los mozos de traje de pantalones de seda de china y las mozas de trenza. Las promotoras de vestidito ceñido verde, pelo oxigenado y labios rojos. Los de la revista, los del programa, las cámaras.
Y, además, yo estaba ahí.
Me dí cuenta del poco tiempo que necesita un publicitario para arruinar una fiesta. Que necesitamos.
Salí a la puerta y llamé un remise. Llegó un autazo gris y me subí. Como ya era bastante tarde le dije a donde íbamos y me dormí placidamente en el asiento de atrás, satisfecha por la tarea realizada y orgullosa porque una vez más había sobrevivido a una de esas fiestas que me encantan.