A ella le gustaba escribir. Siempre imaginaba títulos hermosos para novelas. Pero tenía ese problemita que una vez le había hecho notar un profesor en la escuela de Bellas Artes: “Marina, no tenés ingún talento. Y encima no tenés voluntad”.
Esas características tan claras de su personalidad se trasladaban a todas las areas, no solamente a lo artístico, que era donde más se notaba la carencia.
Igualmente insistía con escribir cosas. Cosas que no pasaban de las dos o tres páginas, sin principio y sin final. Nunca servía nada más que el papel dónde estaba impreso.
Cuando estaba hundida en el sillón pensando esas cosas, sintiéndose mal por su ineptitud, sonó el teléfono. Era él. Ya no sabía como hablar con su novio, cada vez era más difícil conversar, callar, hacer algo o no hacer nada. Los seis meses pasados en distintas ciudades hacían que el recuerdo de la relación, que tenían cuando estaban juntos, tomara la forma de una fantasía, con los bordes borrosos de las cosas que uno imagina pero no suceden en realidad.
– Hola, bebé- Dijo Cristian del otro lado de la línea ya a ella se le revolvía el estómago. Odiaba desde sus vísceras que le dijera bebé y se lo había dicho un millón de veces hasta que se resignó.
– Hola. ¿Qué hacés?- Contestó sin ánimo de fiesta.
Sintió un deseo imperioso de cortar la llamada y lo hizo. Hasta desconectó la corriente del teléfono inalámbrico de su casa. Estaba ahí, sola, abandonada, sin talento y sin voluntad.