La heladera arrancó de golpe. Eran las 8:40 del sábado y me había quedado hipnotizado con las agujas del reloj de la cocina.
Ya sabía que las cosas no estaban bien. Como no habían estado las doscientas veces anteriores que, en 40 años, había pasado por lo mismo. Nadie me obligaba, pero dentro de mi una compulsión al sufrimiento me hacía someterme a la prueba una vez más. Y ya era demasiado tarde para arrepentirse.
Había movilizado a más gente de la necesaria para poder satisfacer mi necesidad estúpida de rechazar a una mujer más esta noche. Lo curioso es que la frecuencia que llevaba esta aventura se aceleraba y pensaba repetir-copiar lo mas fielmente posible la cagada del sábado anterior.
Pensé en bañarme, como para darme ánimos o esperanza, pero la falta de voluntad me ganó. Pensé en cambiarme, después de todo no era demasiado esmero, pero no podía pensar en qué podía ser más apropiado para pasarlo mal que la ropa que tenía puesta.
– Yo voy a estar cómodo- pensé. Pero lo que tenía puesto ya no era más cómodo después de haberlo tenido encima todo el día. Me conformé igual. Ya nada importaba y era demasiado tarde para arrepentirse.
Pensé en lavarme los genitales, no hay nada más triste que el olor a bolas en la boca de la mujer que acaba de hacerte el favor, pero estaba seguro de que no estaba para favores esa noche. Si alguien iba a hacerme un favor, iba a ser yo mismo, escapando como el Llanero Solitario a caballo por La Cañada. Además, punto a mi favor, soy un caballero y si la mujer era realmente espectacular y nos enamorábamos al instante, por lo ridículo de la idea me había prometido pagar una buena habitacion en un telo y seguro tenía ducha.
Pero también pensé que una mujer espectacular sólo se enamoraría de mi si no tengo olor a bolas. Estaba en problemas, era demasiado tarde. Entonces me puse perfume.
Y me cepillé los dientes y me hice un buche. Por lo menos besarla podría. Si llegaba a besarla, caería irremediablemente a mis pies, aún el olor a bolas completamente disimulado por el perfume. El perfume SI era bueno, por lo menos. Ya era demasiado tarde.
Busqué el documento, como un adolescente, hacía mucho que no llevaba a ningún lado el documento. Me acordé que la última vez que lo usé fue en el juzgado cuando tuvimos la última audiencia de divorcio de esa bruja de la que había estado tan enamorado. Y de pronto pensé en echarle la culpa entera de encontrarme en ésta situación. ¿Por qué no pudo haber sido normal? ¿Por qué nunca me di cuenta de que nunca fue normal?
Busqué la billetera, las llaves, saludé a la vieja, volví a la cocina a tomar un vaso de agua –como un esfuerzo desesperado por no salir- y salí de casa. Con la sensación de que me estaba olvidando de algo. El ritual estaba incompleto. Pero ya era demasiado tarde para arrepentirse, ¿o no?
En el auto, sentía que me hundía en un pantano de polenta con queso que me estaba tragando desde los pies. Me costaba horrores pisar los pedales, estaba mareado, tenía frío, sueño y hambre. Un despojo. Mucho no importaba, nos encontrábamos todos en la casa de una amiga para salir juntos, seguro que tendría algo para comer, o tomar, o una bolsa de agua caliente para el frío, que podía reventarse y con el agua hirviendo quemarme los huevos y tener que salir corriendo a un hospital a vendarme los genitales con Pancután. Eso sería bueno. Tenía que acordarme de pedirle la bolsa de agua caliente ni bien llegue. Pero era demasiado tarde, en la radio en el auto anunciaban que la temperatura era de 20°, atípicamente caluroso para ésta epoca del año, decía la locutora. Me asaltó un deseo desesperado de que la mujer que me esperaba fuera esa locutora, con esa voz de satén y un cuerpo imposible de creer. Cuando estaba pensando justo en eso, siento que toco el cordón en la puerta de la casa a la que iba, hacía varios minutos que estaba estacionando y no quería terminar hasta que la locutora no terminara de decir sus boludeces y empezara un tema de Charly. Con la canción, tampoco quería bajarme del auto. Estaba prolongando la agonía todo lo que podía, pero era demasiado tarde para escapar, agarrar la ruta y terminar en Perú o Ecuador, o no sé, más lejos también.
Al revés de lo que habitualmente sucedía en ese edificio, la sucesión llamar al departemento-contesta la dueña-avisa al de seguridad-el de seguridad se para de su escritorio-abre la puerta-muchas gracias-buenas noches, ni bien acerco mi dedo al tablero de botoncitos, el de seguridad se levanta como un rayo y muchas gracias-buenas noches fue todo lo que sucedió.
El ascensor estaba, por supuesto, en la planta baja. Pensé en tomar el otro ascensor del otro cuerpo -como para demorar un alguito más- pero ni bien me asomo veo que también está en PB. Y caminar al pedo toda la vuelta solo para ganas 5 o 10 segundos, me pareció infantil.
Los siete pisos que me separaban de la puerta a la que debía llamar, se sientieron como 1 y medio solamente. Y la puerta, encima, estaba abierta.
Con cara de chico en su primer día de jardín de infantes, entro-digo permiso-buenasssss-yo soy Gustavo. En el “corner” de la puerta que daba al balcón está el novio de mi amiga fumando, con ojeras y cara de gripe. Mala suerte, pensé, ya empezamos mal si la pierna está averiada. Al lado de él, como una matrona endomingada, estaba mi candidata. Sentí un repentino sudor frío que me caia desde la nuca hasta la raya del culo. Traté de conformarme pensando que a los 40 años ya debería haberme acostumbrado a no juzgar a la gente –y especialmente a las mujeres- por su aspecto; ¿o acaso mi ex no era DI-VI-NA antes de ser una bruja?
Desde el otro “corner” se asoma mi amiga desde el baño, con una toalla alrededor del cuello como Bonavena, los ojos abiertos como si se le fueran a salir de la cara, el tubo de rimmel en una mano y el palito en la otra.
-¡Titán, al fin llegaste! – y me hace una sonrisa de costado, tan suya, tan hija de puta, como sabiendo que lo que me impedía que me tirara por el balcón en ese mismo instante es que tenía que correr al engripado novio para salir.
Como si fuera lo más normal del mundo y nos conociéramos de la primaria, Susana –porque, encima, hasta el nombre estaba mal- me empieza a hablar aún antes de que yo saliera de mi estupor y se me escurriera el sudor de la raya del culo.
-La noche está perdida- pensé para mis adentros, pero parece que la voz salió de mi boca sin control y le escupí la frase en la cara, como poseído, como respuesta a no se que pregunta que me había hecho.
No sé si por la gripe o por mi exabrupto, el engripado tosió como atorado, desde el baño se oyeron unos ruidos como de maquillaje que se cae al piso sin control y “la Su” quedó petrificada en una mueca de asombro.
-Perdida de calurosa, y yo con esta tricota.- dije y me largué a reir como el doctor Frankenstein cuando grita “¡Está vivo!” en esas películas de clase B.
(to be continued)