Hoy desperté con una necesidad irrefrenable de comprar DVD vírgenes para grabar las últimas temporadas de Café Fashion. Al pasar rascándome por la heladera, noté que el medio limón que sobrevivía allí ya estaba esquizofrénico y hablaba con una rama de perejil a la que llamaba Wilson. Decidí pasar por Jumbo para comprar galletitas importadas -para el bajón- y pañuelos descartables -para consolar al medio limón-.
Partí caminando las 34 cuadras, porque tenía ganas, recogí mis víveres, y en la caja me dí cuenta de que me había olvidado la billetera. Puteando a todas las deidades del SEO, volví a casa a buscarla. Caminando las 35 cuadras, claro, porque no tenía un cobre y no me da mucho eso de “eh amigo no tené una moná que me olvidé lo’cuero en casa”.
En el camino recordé que estaba faltando plata en los cajeros y decidí parar en uno para ver si había. Sí, sé lo que están pensando. Hice la media
hora de cola, sólo para llegar al frente y darme cuenta de que solo podía meter la cabeza o una teta por la ranura del cajero porque el bendito plástico no reposaba conmigo sino en casa, en la billetera.
Hice entonces lo que cualquier mujer racional hubiera hecho en mi lugar: paré, respiré hondo y reprimí mis ganas de bailar un malambo lisérgico y violento sobre el cajero. Pasé luego por la verdulería y compré tres berenjenas con dos pesos que habitaban mi jean desde la época en que Mitre me
los autografió.
Y aquí estoy, en casa, sin efectivo, ni galletitas importadas para bajonear, ni pañuelos descartables y con medio limón que ahora se cree Napoleón y piensa conquistar el resto de mi heladera -el freezer será su Rusia-. Café Fashion quedará para otro momento, pienso, mientras me dispongo a sufrir por la velocidad de bajada del Bittorrent y pienso que el conejo de Pascua me odia. Fin.